jueves, 3 de noviembre de 2011

Fumar es un placer

Luego de cenar, a la hora en que el cielo comienza a teñirse de negro, Leopoldo
hurgaba en sus bolsillos en busca del atado de Parisiennnes que había comprado la
noche anterior y entonces se dio cuenta de que ya se le había agotado. Como no quería
dormirse sin antes saborear el humo y juguetear con la brasita del pucho en la oscuridad
de su pieza, se dirigió presuroso al kiosko de la esquina.
-No me digas que no te enteraste, Leo -se sorprendió el kioskero.
-¿De qué? -preguntó Leopoldo.
-¿Cómo de qué? ¿No escuchaste el discurso del presidente?
-No, ni me interesa saber qué dijo. Son todos iguales. Antes de las elecciones son
todos buenos, después se pasan por el culo todo lo que prometieron. Dame los fasos,
Cacho.
El kioskero le explicó con brevedad al despistado Leopoldo lo que había
sucedido esa tarde y que tenía tan alterada a su clientela. En un discurso por cadena
nacional el presidente había anunciado, en una medida sin precedentes, que estaba
prohibido fumar en todo el territorio.
-Y eso no es todo -siguió con el entusiasmo de los que gustan de dar primicias-,
de ahora en más tampoco es legal vender o elaborar cigarrillos.
-¿Eh?
-Ni siquiera tabaco suelto se puede vender -aquí la sonrisa de entusiasmo se le
esfumó.
-Dejate de joder, Cacho. ¿Cómo van a prohibir fumar? Mirá, estoy cansado, no
tengo ganas de hablar giladas. Mañana me tengo que levantar temprano para laburar, así
que vendeme los fasos de una buena vez.
-No tengo, Leo. Los vendí todos.
-¿Cómo que los vendiste todos? ¿No era que estaba prohibido?
-Es que ni bien terminó el discurso, todo el mundo salió desesperado a comprar.
No quedó nada en ningún lado.
-Podrías haberme guardado algo. Hace una parva de años que compro acá.
-¿Sabés que pasó, Leo? -murmuró el kioskero como disculpándose- Vino el
viejo de la esquina, el tano de los remises, viste, y me compró todo lo que tenía.
-¿Todo lo que tenías? ¿Todo, todo?
-Todo. De todas las marcas, eh.
-¿Y no fuiste capaz de guardarme un mísero atado de Parisién? -balbuceó
nerviosamente Leopoldo, quien ya sentía esa ansiedad característica del fumador que se
sabe sin existencia de tabaco.
-Si pensás que no quise guardarte algún atado, estás siendo injusto conmigo,
muy injusto -dijo el kioskero con aire ofendido-. Yo le dije que, teniendo en cuenta lo
que el presidente había anunciado, no podía dejar a los demás clientes en banda.
-¡Pero, claro! -lo secundó Leopoldo- Además el viejo ése hace apenas un año
que vive en el barrio. ¿Y qué te dijo?
-Me dijo que le hiciera la cuenta y que él me pagaría el doble. Eran más de cien
atados.
-¿Así que porque te dio el doble vos dejaste en banda a tus clientes de años?
-No, Leo, no. Le dije que no podía, pero él insistió. Al final para sacármelo de
encima le dije que se los vendía al triple de su valor y el tipo no dijo ni mú, sacó la plata
y me la dio. ¿Qué querías que hiciera?
-Me podrías haber guardado un parisién -dijo Leopoldo secamente.
-Qué sé yo. No me avivé. Yo vi la guita y agarré viaje.
Leopoldo lo miró a los ojos como teniéndole lástima y, antes de marcharse, los
saludó así:
-Andá a la puta que te parió.


-¿Y cómo anduvo el trabaco, vieco? -preguntó Antonia a Giuseppe, quien traía
consigo una caja de cartón.
-Bene, Antonina, bene. La verdad que tuvimo' una buona idea en ponere una
ayencia de remí.
-¿Qué trai ahí, vieco?
-Nada importanti, Antonina, nada importanti.
Giuseppe no quería contarle a Antonia que en la caja tenía más de cien atados.
Ella estaba muy contenta con la medida que había tomado el gobierno. Hacía mucho
tiempo que venía diciéndole a su marido que sería conveniente que dejara de fumar. No
sólo por su salud, sostenía, sino también por su bolsillo.
Cuando Giuseppe encendió un cigarrillo, ella movió la cabeza con tristeza.
-¿Te enteraste que prohibieron el cigarrillo, vieco? -dijo reprobatoriamente.
-Me enteré -respondió Giuseppe escuetamente.
-¿Y per qué fumás?
-Perque se me cantan, Antonina.
-¿Pero no ves que ahora no sólo ponés en peligro tu salud sino también tu
libertad? Diqueron que los que no respetaran la ley serían severamente castigados. No
quero que vayas preso, Giuseppe.
-¡Ma' nadie va a ire preso, caraco! -Giuseppe golpeó la mesa con su puño y puso
fin a la discusión.
Cuando Antonia ya estaba en el dormitorio, él puso sobre la mesa todos los
paquetes y permaneció largo rato contemplando su preciado tesoro. Algo le decía que lo
de la veda iba en serio, y saberse poseedor de millares de cilindros de papel blanco
rellenos de aromático tabaco le produjo una tranquila euforia. Se rió para sus adentros y
encendió un cigarrillo. Estuvo más de tres horas mirando extasiado su botín, y en ese
lapso fumó un atado entero.
-Viecooo -lo llamó Antonia-, viecooo.
-Cof, cof, ¿qué, Antonina?
-Vení a acostarte, vieco, e' tarde.
-Ya voy, Antonina, ya voy.
De golpe, Giuseppe tomó conciencia de que los motivos de su alegría carecían
de fundamentos. ¿Cuánto tiempo le tomaría agotar su supuesto tesoro? ¿Un mes? ¿Dos?
¿Tres meses? ¿Y luego qué? Giuseppe empezó a transpirar y a sentir una incómoda
sequedad en el paladar. Desesperado, no tuvo mejor idea que abrir otro paquete. Y en
dos horas lo terminó.
Por la mañana, mientras su esposa le servía el desayuno, Giuseppe, como nunca,
estaba en silencio. A Antonia le extrañó no escucharlo tararear la canzonetta de todas las
mañanas.
-¿Qué te pasa, vieco? -preguntó.
-Nada, Antonina, nada -contestó él lentamente y con la vista fija en un punto
indeterminado.
-¿Cómo que nada? Hace chincuenta años que te conozco, Giuseppe. A mí no me
podés engañare. E' por lo' cigarillo', ¿cherto?
-...
-Tosiste toda la noche, Giuseppe. Aprovechá ahora que será difíchile
conseguirlo'. No fumés más, per favore.
¿Cómo hago, Antonina, cómo hago? -Giuseppe sabía que Antonia tenía razón.
El también lo había pensado.
-Como la vez en que me prometiste no serme más infiel. ¿Te acordás cuando me
enteré que andabas con la finada Aurora?
-¿Qué diche, Antonina, qué diche? Eso fue hace molto tiempo. Nunca más te
volví a engañare.
-Eso e' lo que intento dechire, vieco. Si pudiste cumplir tantos años con una
promesa, ¿cómo no vas a podere hacer una nuova promesa?
-Me gustaría, Antonina, me gustaría. Pero va a sere difíchile respetarla.
-Intentalo, vieco. Vos podés decare de fumar. Yo voy a ayudarte.
Finalmente, tras un colosal esfuerzo de voluntad, Giuseppe se juró no volver a
probar cigarrillo alguno. Esto era algo que él hacía años buscaba. Pero siempre le había
parecido una meta imposible. Ahora, con el apoyo de Antonia, estaba seguro de que
podría lograrlo. Y con su voz grave comenzó a tararear la canzonetta de todas las
mañanas.
-¿Sabe una cosa, Antonina? -dijo sonriente.
-¿Qué, vieco?
-Tengo una idea fabulosa. Voy a abrire todos los paquetes y voy a vendere
cigarillo' suelto'.


Leopoldo no había dormido bien. Había estado casi toda la noche tratando de
pensar cómo haría ahora para conseguir cigarrillos. Había fichado unos minutos tarde en
la fábrica, lo que le causaría un considerable descuento en su sueldo. Ya llevaba dos días
sin fumar y eso lo tenía nervioso.
Notó entre sus compañeros que no era el único en ese estado. A los que también
fumaban los veía igualmente intranquilos. A Leopoldo jamás se le cruzó la idea de dejar
de fumar. Si era lindo, se decía. La veda que el gobierno había impuesto le parecía
ridícula por demás.
-¿A quién se le puede ocurrir prohibir el cigarrillo? -pensó en voz alta a la hora
del almuerzo- Después quieren hacernos creer que pertenecemos al primer mundo. Yo
no sé por qué no se preocuparán de asuntos más importantes. Como de aumentarles el
sueldo a los jubilados, por ejemplo.
-¿Y ahora por qué te quejás? -lo increpó el tornero- No lo hubieses votado.
-Yo no lo voté -negó Leopoldo rotundamente.
-Claro, claro, nadie lo votó -intervino el electricista-. ¿Me quieren decir quién
carajo lo votó?
-Yo no.
-Yo tampoco.
-Yo menos.
-Está bien. Nadie los votó. Están ahí por arte de magia -dijo el tornero, y
mirando a Leopoldo, siguió: -Vos la semana pasada no te quejabas, pero como ahora
prohibieron los fasos y vos sos un vicioso de mierda, la vas de opositor.
-Callate la boca que a vos nunca te pedimos plata para fumar -exclamó el
electricista.
-¿Y a vos quién carajo te habló?
-Che, paren -terció Leopoldo-. ¿Nadie tiene un cigarro?
-No, Leo, yo ya no sé qué hacer -dijo el fresador-. El tano de la esquina de tu
casa los está vendiendo sueltos, pero te arranca la cabeza.
-Yo no le pienso comprar nada. Esto no puede durar mucho.
-¿Qué no va a durar? -ironizó el tornero- Esto va en serio. Para mí que tu
presidente está obedeciendo órdenes del norte.
-El tuyo querrás decir. Yo no lo voté.
-Yo menos que menos.
-A mí no me miren.
-En serio -siguió el tornero-, para mí que le dieron la orden del norte. ¿No viste
que en Chile y Uruguay quieren hacer lo mismo?
-No creo -dijo Leopoldo-. Esta clase de medidas solamente son típicas de tu
presidente.
-El tuyo.
-Tuyo, yo no lo voté.
-Yo tampoco.
-Andá a cagar, ¿qué no lo vas a votar?
Mientras trataban de averiguar, como todos los días desde las últimas elecciones,
quien de entre todos los obreros formaba parte del misterioso cincuenta por ciento que
había propiciado la reelección de un presidente al que aparentemente nadie había
votado, Leopoldo observó a uno de sus compañeros apartarse del grupo. Algo le indicó
que debía seguirlo, y así lo hizo, aunque a prudente distancia. Leopoldo lo vio entrar al
depósito, que a esa hora estaba vacío. Luego él hizo lo mismo y vio lo que esperaba. Su
compañero estaba fumando un hermoso y anhelado cigarrillo.
-Dame uno, Juan, por favor.
-No, Leo, no. Me costaron mucho.
-Cuando cobre te pago, Juancito, no seas garca.
-No, Leo, dejate de joder. Aparte éste es el único que traje.
Leopoldo empezó a sentir su furia en aumento.
-Te digo que me convides uno.
Su compañero siguió fumando sin dirigirle la palabra.
-Dame uno o te reviento.
Juan le dio la última pitada al pucho, lo arrojó al suelo, lo apagó con la suela de
sus botines, y le echó a Leopoldo el humo en la cara.
-¡Hijo de mil puta! ¡Te voy a matar a golpes!
Leopoldo se le abalanzó encima y comenzaron a pelear. El resto de sus
compañeros se acercó al oir el alboroto y no fueron pocos los que tomaron partido por
Leopoldo al enterarse la razón de la pelea. Justo en el momento en que la trifulca se
generalizaba, llegó el Drome.
El Drome era como apodaban al supervisor, una persona fea y detestable en cuya
espalda se insinuaba una leve pero disgustante joroba.
-¿Qué está pasando acá? -exclamó el giboso.
Al percatarse de su presencia, los obreros calmaron sus ánimos.
-Que alguien me explique lo que sucede -solicitó el Drome en su tono más
imperativo.
-Nada, una pequeña discusión -relativizó uno de los operarios.
-¡Mentira! -intervino juan- ¡Me querían linchar!
-¡Callate, buchón! -le retrucó Leopoldo amenazante- ¿Te pensás que te vas a
salvar porque está el supervisor? Yo te reviento delante de quien sea.
-Usted cálmese si es que no quiere tener problemas. Ah, ahora que me acuerdo,
después pase por mi oficina para explicar su llegada tarde -le dijo el Drome, y mirando a
Juan, preguntó: -¿Me puede explicar qué sucedió?
Juan miró a sus compañeros y supo que si hablaba cobraría. Entonces miró al
Drome y entendió que si no hablaba ya no volvería a cobrar. Entonces se decidió a
hablar:
-Querían quitarme los cigarrillos -dijo débilmente.
-¿Cómo? -preguntó el Drome- ¿Usted tiene cigarrillos?
-Sí, señor.
El resto del grupo observaba la escena expectantes.
-¿Acaso ignora que está quebrantando la ley?
-No, señor, lo que pasa que...
-No, no, no -lo interrumpió el Drome-. No intente justificarse. Déme sus
cigarrillos inmediatamente.
Juan le obedeció, y con el atado en sus manos el supervisor se largó con un
discurso que arengaba a los obreros a respetar siempre la ley. Luego llamó a un
seguridad e hizo revisar uno por uno a todos los trabajadores de su sección. Confiscó
más de diez paquetes y se retiró, no sin antes amenazar con despedir al primero que
volviera a atreverse a quebrantar la ley.
Ya en su oficina, Juan "el Drome" Romero sacó los fósforos y encendió un
Marlboro. Tomó una bocanada de humo, sintió como nunca el sabor en su garganta, y lo
exhaló con gran alivio.
"Por fin", pensó mientras ponía los atados bajo llave, "ya no daba más."


-Y, Cacho, ¿tenés cigarros?
-No, Leo, ya te dije cómo es el tema.
-Qué bajón, Cacho. No sabés qué horrible es no tener nada para fumar.
-¿Para tanto, che?
-Es horrible. Haría cualquier cosa por un par de pitadas.
-El tano de la esquina todavía tiene.
-Si hoy no consigo, te juro que mañana le compro uno. Así me cueste medio
sueldo.
-Tal vez no te haga falta.
-¿Por?
El kioskero bajó la voz en tono confidencial e instó a Leopoldo a que se le
acercara:
-No le digas nada a nadie, pero me dijeron que a Ramón le trajeron de afuera.
-¡Ramón! ¡Pero ya mismo voy a la casa!
Leopoldo, sin saludar ni agradecer el dato, partió se inmediato a la casa de su
amigo, con quien, escondidos en el baño del colegio, se había iniciado en el placentero
arte de fumar. Ahora hacía tiempo que no lo veía, pero con él era así, podían pasar años
sin encontrarse y cada vez que se cruzaban era como si nada, no había besos ni abrazos,
pero el trato era como el de dos hermanos, donde quedaba sobrentendido que ninguno
dejaría en banda al otro.
-Qué hacés, Monchi. ¿Tenés un cigarro?
-Pero claro, Leo. Mirá si yo, justo yo, me iba a quedar sin fumar -tomó un atado
y se lo arrojó-. A papá.
-Grande, Monchi -a Leopoldo se le entrecortaba la voz de tanta alegría-. ¿Cómo
hiciste para conseguir?
-Me los trae una azafata amiga.
-Ah, ¿y tenés muchos?
-Suficientes para mí.
-Qué suerte, che.
-Suerte no. Uno tiene sus contactos, ¿viste?
Leopoldo estaba fumando con fruición uno de los cigarrillos recién conseguidos.
-Aaah, qué placer -suspiró aliviado.
-¿Hace mucho que no pitabas?
-Como una semana, Monchi. No sabés qué feo.
-Me imagino. A mí por suerte esta amiga que te conté me pudo conseguir unos
cuantos.
-Supongo que no vas a tener drama en venderme un cartón, ¿no? Están buenos
los Gitanes.
-Por supuesto, Leo, te los dejo al mismo precio que los conseguí.
-Grande, Monchi.
-Y cuando se te terminen podés venir por más.
Cuando estaban en eso, sonó el teléfono. Y mientras Ramón fue a atender,
Leopoldo, ya más distendido, encendió otro negro. Antes de los siete minutos que le
tomaba consumirlo, Ramón regresó a la sala con una expresión de miedo dibujada en el
rostro.
-¿Qué pasa, Monchi?
-No te puedo vender nada, Leo.
-¡Qué! No me falles, hermano -rogó Leopoldo, mientras un rictus de terror
invadía su semblante.
-No puedo, Leo. Metieron en cana a Jackie.
-¿Quién es Jackie?
-Mi amiga, la azafata.
-Uy, quiere decir que no vas a conseguir más fasos.
-Quiere decir que me tengo que descartar de los que ya conseguí. Los voy a
quemar.
-No, Monchi, no podés hacer eso.
-Sí, Leo. Esto no es joda.
-Pero el que me vendiste no podés quemarlo, ése ya es mío.
-Todavía no te vendí nada, Leo. Mirá si te agarran con cigarros encima y se
enteran que fui yo quien te los consiguió. Voy hasta las manos.
-¿Pero qué decís, hermano? ¿No estarás insinuando que yo puedo llegar a
mandarte en cana, no?
Estas últimas palabras parecieron surtir cierto efecto en Ramón, pues se quedó
en silencio unos instantes y de pronto miró a Leopoldo a los ojos.
-Está bien, Leo. Te vendo un cartón por primera y única vez.
-Grande, Monchi, yo sabía que no me fallarías.
-Pero eso sí,...nunca más, eh.


-Ocho mil cuatrochento veinte, vieca.
-¿Tanta plata, Giuseppe?
-Y esto no e' nada, Antonina. Todavía no vendí ni la mitad. Cuando finiquite
tuto, voy a podere comprar un auto nuevo.
-Pero, vieco, ¿te parece que está bien lo que estamo' haciendo? ¿No e' contra la
ley?
-Ma' qué ley ni ocho cuartos. Por primera vez en mi vida puedo lucrare como la
gente, no voy a ponerme en moralista justo ahora, vieca.
-Igual tené cuidado, vieco. Escuché que la policía entra a las casas por la fuerza
y cuando encuentran algo raro se llevan a todos y nadie sabe a dónde.
-Pero, ¿qué diche, Antonina? Esos tiempos ya pasaron. Ahora vivimos en
democracia.
-Ma' no sé que democracia me está hablando, Giuseppe. ¿Dónde se ha visto que
en una democracia se prohiba fumare?
-¿Pero quién te entiende, Antonina? Cuando yo fumaba, querías que deque, y
ahora que no fumo te enojás porque está prohibido. ¿Quién te entiende, Antonina, quién
te entiende?
En el fondo, Giuseppe sabía que las advertencias de Antonia tenían cierto
fundamento. Pero como a él le iba demasiado bien vendiendo cigarrillos sueltos, erigía
una coraza que lo separaba de los temores de su esposa. De ninguna manera dejaría de
ganar plata por unos simples rumores.
-¡Golpean la puerta, vieco! ¿Quién será?
-Trancuila, Antonina, trancuila. Yo voy a abrire.
Giuseppe se dirigió a atender, pero eso sí, antes de abrir la puerta se aseguró de
esconder bien la plata y su mercancía.
-Buenos días, muchacho. ¿Qué quiere?
Con el mejor tacto posible, Leopoldo le hizo saber de su interés en adquirir
algunos cigarrillos. El tano, con suma seriedad, le dijo que estaba equivocado, que él no
vendía cigarrillos. Leopoldo le insistió diciéndole que no tenía nada que temer, que era
buen vecino y que se quedara tranquilo, nadie se enteraría de la transacción. Luego de
algunas idas y venidas, llegaron a un acuerdo, bastante picante por cierto, y todos
quedaron conformes. Leopoldo tenía algo que fumar, Giuseppe un poco más de billetes,
y Antonia recuperaba el aliento al ver entrar a su marido sano y salvo.


Diez días más tarde, Leopoldo regresaba con paso firme del trabajo a su casa.
Iba pensando única y exclusivamente en el ritual que lo aguardaba. Trataba de no pensar
en el día siguiente. Lo único que sabía era que el último cigarrillo de los diez que le
había comprado a Giuseppe lo esperaba oculto en el botiquín del baño para que él,
Leopoldo, lo encendiera y con placer lo pitara recostado en un sillón, y que la nube de
humo que de su boca emanara lo fuera adormeciendo poco a poco mientras dejaba que
la melodía y la bella poesía de un viejo tango fluyera, como el agua de un manantial, del
viejo Winco heredado de su abuelo, pues el moderno equipo de CD, al precio que el
tano le había impuesto a los cigarrillos, se había visto forzado a venderlo.
Leopoldo entró a la casa y se dirigió directo al baño. Abrió el botiquín al borde
de la desesperación, y tomó el cigarrillo con nerviosas manos. Ya no podía evitar pensar
en el día siguiente. "Mañana, o si fuera necesario hoy mismo", pensó, tendré que
deshacerme de algo más." Tomó su encendedor, cuando se disponía a prenderlo se
quedó sin piedra. Furioso, lo arrojó violentamente al piso y volvió a dejar el cigarrillo en
el botiquín para buscar fósforos. Mientras tanto, trató de calmarse, luego enchufó el
Winco y puso el vinilo de Julio Sosa, el mismo que venía escuchando hace diez días. Ya
con los fósforos, regresó al baño pero no vio su cigarrillo, revolvió todo el botiquín, y
seguía sin aparecer. Cuando casi al borde de las lágrimas agachó la cabeza, ahí lo vio.
Totalmente mojado en la pileta del lavatorio. Leopoldo se desplomó y se largó a llorar
como un chico.


Esa misma tarde, Giuseppe agotó su stock. Al rato le cayó un cliente y el tano le
explicó que ya no le quedaba nada. El comprador, dinero en mano, le suplicó que le
vendiera algo. Giuseppe trataba de hacerle entender que eso era imposible. El cliente
prometía pagar lo que pidiese.
-¡Pero no tengo más! -dijo Giuseppe terminante.
-¡Qué no vas a tener, viejo hijo de mil puta!
-¡Usted no me insulte!
-¡Qué no te voy a insultar, viejo de mierda! Seguro que encanutaste lo que te
queda para seguir aumentándolos.
-Mentira, señor. Le pido que se retire.
-¡No me pienso ir hasta que no me venda por lo menos un cigarrillo! Sólo eso le
pido, un mísero cigarrillo, ¿entiende?
-Entiendo, señor. Pero no puedo ayudarlo.
En eso llegó otro cliente que se sumó a la discusión, estaba tan o más nervioso
que el primero. Entre los dos se cansaron de insultar a Giuseppe. Al rato llegó otro.
Giuseppe quería entrar pero no lo dejaban. Uno de ellos llegó incluso a agredirlo
físicamente. Antonia no aguantó más y se dirigió a la puerta armada con un sartén. Su
inesperada arremetida tomó por sorpresa a los extraños y Giuseppe pudo ser rescatado
en medio de una gran confusión. El matrimonio cerró la puerta con llave y los
desesperados compradores se marcharon al grito de: "¡Volveremos!"


A todo esto, Leopoldo se había dirigido a la casa de su amigo Ramón. Como
nadie contestaba el timbre, decidió meterse por una ventana que estaba abierta de par en
par, detalle que le llamó bastante la atención. Encontró la casa en total desorden y
ningún rastro de su amigo. Al oír una sirena de un patrullero que se detenía en la puerta
de la casa, huyó por donde había entrado.
Caminaba con los ojos inflamados de bronca. Notó cuán cambiado estaba todo el
mundo. Era mucha la gente que estaba nerviosa y se iba a las manos por motivos
insignificantes. Sintió más que nunca ganas de fumar, pero al no poder hacerlo, se
masticó la rabia y puteó con voz casi imperceptible a los responsables de esta situación.
Camino a su casa pensó en pedirle un cigarrillo a Giuseppe, pero como vio todo cerrado,
siguió de largo. El zumbido de un avión militar en dirección al este lo sacó de su
ensimismamiento.
Ya en su casa, puso el cigarrillo húmedo junto a la ventana para que el sol
matinal lo acariciara hasta dejarlo fumable.
Luego comió algo y se fue a acostar.
"Mañana será otro día", se dijo para sí mientras apagaba la luz y todo su mundo
se quedara a oscuras.


Días más tarde, los diarios reportaron la muerte de Giuseppe Antognani como si
hubiera sido víctima de un linchamiento. La situación se había tornado insostenible. No
había modo de calmar a las hordas de fumadores desesperados que se fueron
concentrando de a poco en Plaza de Mayo para reclamar que se levantase la arbitraria
prohibición. La manifestación fue volviéndose paulatinamente más violenta. Hubo
destrozo de patrulleros, se arrojaron miles de proyectiles a la fachada de la Rosada y
hubo que lamentar víctimas humanas, también cayeron algunos policías.
Cómo era posible, se preguntaban muchos, que se hubiera arribado a dicha
situación. La mayoría de los manifestantes eran personas que antes de la prohibición
jamás habían protestado por nada, ni siquiera por los salvajes ajustes implementados por
las políticas neoliberales. ¿Era el tabaco causante de una dependencia mayor que la
provocada por las llamadas drogas pesadas? ¿O acaso todo esto significaba que la gente
estaba harta de medidas arbitrarias y por ende había retomado ese rol combativo y
contestatario de la sociedad de los '60 y '70? Posiblemente había algo de las dos cosas.
Lo que sí era real era que el país se encontraba al borde de una guerra civil. Una guerra
desatada por motivos inimaginables para cualquiera. Enfrentamientos, destrozos y
muerte por doquier.


Mientras la Argentina era un polvorín, uno de los secretarios del presidente
norteamericano entró raudamente al Salón Oval.
-Perdone, Mr. President. Tengo los informes de nuestro experimento.
-¿Qué experimento, Raymond? Disculpa, Mónica, después seguimos.
-El de obligar a un país tercermundista a prohibir el cigarrillo para medir la
reacción de la sociedad.
-Ah, ya recuerdo -balbuceó el presidente mientras jugueteaba con un Cohiba-, ¿y
cómo resultó?
-El mandatario argentino, tan obediente siempre de nuestros deseos, decretó la
prohibición. Como resultado, Mr. President, la Argentina se encuentra al borde de la
revolución.
-Por lo tanto quiere decir que a nuestra guerra con las tabacaleras deberíamos
encararla de otro modo.
-Exacto, Mr. President. Hay que encontrar otra forma. Y por supuesto antes de ponerla
en práctica aquí, primero debemos implementarla en una de nuestras satrapías.